Está claro, desde hace tiempo, que a Carlos Goñi se le ama o se le odia, pero como todos los grandes, no deja indiferente a nadie. Yo, desde 1979, ando con el primer grupo, contra viento y marea, haciendo oídos sordos a muchas gilipolleces que he tenido que escuchar y poniendo una venda a mis ojos para no leer estúpidos comentarios.

El que no conoce este mundo, no lo puede comprender, ni respetar y mucho menos valorar en su justa medida... me refiero al mundo del músico en general. El trabajo de Carlos Goñi, a lo largo de media vida, no deja de tener su mérito, le pese a quién le pese o te guste más o menos su propuesta artística. En un país de mediocres, de envidiosos y de gente siempre dispuesta a poner la zancadilla por el simple placer de verte con la nariz rota, es complicado mantener el equlibrio físico y ya no te digo nada del mental.

Y ahí está él, haciendo lo que le gusta, año tras año. Ha vivido en el agujero del underground, coronado las etapas de montaña más duras y disfrutado de periodos de calma chicha, en esas jornadas de llano kilométricas. Ha tocado gratis, también por cuatro pesetas e incluso sabe de cachés rutilantes. Todo un bagaje que le ha servido para graduarse en la Constancia, esa carrera que muchos hemos abandonado por diferentes cuestiones, unos por miedo al futuro, otros por desafiar al futuro y algunos por ser expulsados de clase.

Desde el primer single con Garage, pasando por Comité Cisne, hasta llegar a Revolver, no sé la de discos que habrá publicado (si lo sé, pero no voy a contarlos ahora), la de canciones escritas, la de escenarios pisados... emociones, alegrías y sinsabores de un corredor de fondo que aún no ha cruzado la meta.

Con sus grandezas y con sus miserias, como todos, aún me sigue poniendo la piel de gallina cuando veo un directo suyo, es verlo aparecer en escena y un nudo me cierra la garganta. Es un escalofrío cautivador anunciando que una vez más me lo voy a pasar bien, suceda lo que suceda. Es una extraña química que consigo con muy pocos artistas. Y el pasado 27 de mayo de 2011 no iba a ser diferente.

Teatro Principal de Valencia, un marco impresionante para comprobar el peso específico de la nueva propuesta de Carlos, (no sé si adecuado o no, pero, repito, impresionante). Lo primero que me llama la atención es el público presente, ya somos tres generaciones diferentes las que abarca Revolver, y aunque eso nos hace sentir más viejos a algunos, también nos hace sentirnos unos pequeños privilegiados, pues sabemos donde están las raíces de Argan y que Eldorado no existe, ni siquiera al final del mar.

Carlos luce impecable con un look sobrio, pero suficiente, como el montaje de escena. Me gusta. Y comienza el espectáculo. Arropado por su banda habitual (Cuco Pérez -acordeón-, Manuel Bagües -bajo- y Julián Nemesio -batería-), se respira una complicidad entre ellos que no tarda en propagarse por todo el recinto. Un ritual, que por habitual, no deja de ser especial. Al segundo tema, la gente ya ha dictado sentencia con el pulgar hacia arriba. El tapado de la noche es el percusionista argelino Noureddine Ennajraoui (si es otro nombre, corrijan), participa durante todo el show y él, en si mismo, es un show. Irradia una energía contagiosa, algo que va más allá de lo musical... transmite felicidad. También, la participación de Redouan Hamani en algunas de las canciones ayuda a hacer más creíble el aroma a incienso que flota en el ambiente.

El concierto está estructurado con una primera parte eléctrica (cosa que me alegra por el Teatro y por mí), la típica sentada acústica, dónde Carlos se atreve con el mandolute (aparte de explicar que es, lo toca) y vuelta a la electricidad, con los clásicos solos de guitarra, largos y enrabietados, que a mí, llámale debilidad, me entusiasman. Se perdonan hasta las idas de olla colectiva (pocas) que enmarañan el magnífico sonido que nos está sirviendo en todo momento Mat Sena desde los controles, en un local muy difícil de sonorizar cuando se trata de watios y rock and roll.

Dejando la noche de autos a un lado, recomiendo y reivindico este Argan. Un trabajo delicioso donde Carlos le da otra vuelta de tuerca a su propuesta musical, para no aburrirse ni aburrirnos y eso se agradece. Argan en muchos aspectos es osado y una apuesta diferente que evita repetir fórmulas anteriores y eso ya es un digno esfuerzo por parte de alguien que como Carlos tiene marchamo propio e inconfundible. Un disco que se deja oír de principio a fin, bien cocinado y en su punto de sal. No me sobra ninguna canción.

Casi tres horas que saben a poco. Es egoísmo, lo sé, pero creo que los allí presente hubiesemos aguantado otras tres más. No va más.

(Foto por Nacho Herrero)

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